viernes, 3 de abril de 2009

Amor de oficina



Eran las 8.56 de una templada y primaveral mañana cuando llegué al estudio. Un cielo muy turquesa, la temperatura ideal y esa suave brisa que te despeina a orillas del río me hacían dudar mientras cruzaba el portal de entrada. Desde la oficina los tímidos rayos de sol que apenas se escabullían por las persianas me hacían una última invitación a la fuga, sin suerte.

Como todas las mañanas revisé el trabajo que dejaban los abogados de la tarde para hacer y más o menos me di una idea de cómo sería mi jornada. Para amenizar el momento decidí hacerme un café bien cargado mientras se terminaba de abrir la computadora.

Comencé a tipear entre sorbo y sorbo de café, y se hicieron las diez y media. Llegó mi jefe, curiosamente de buen humor, compartimos unos scones con el café y cada uno siguió en lo suyo. Hasta que entró por esa vetusta puerta monótona de todos mis días un hombre que sentí que cambiaría mi vida. Cuando entró me quedé mirándolo estupefacta. Era él, de quién mi jefe me había hablado hacía un momento: “viene a trabajar con nosotros” había dicho. Casi sin poder hablar le hice un gesto, como que pasara y le dije que en un momento mi jefe lo atendería. Se sentó, le ofrecí un café mientras me torturaba por dentro para encontrar una excusa para darle conversación, pero ninguna me parecía creíble o cuando menos, espontánea.

De reojo noté cómo miraba de un lado al otro, como husmeando el lugar. Sus movimientos eran además de pocos, breves y cansinos. En un momento creo que nuestras miradas se cruzaron. Se notaba que el no quería que me de cuenta que me miraba pero lo hacía. Después él volteó, y yo me dispuse a mirarlo a mis anchas mientras pensaba: “ Seguramente seamos buenos amigos, porque tiene aspecto de simpático y entrador. Compartimos mañanas enteras hablando de su vida y de la mía. Encontramos infinidad de pareceres. Hasta que por fin se animó a invitarme a almorzar. Y yo acepté. Salimos juntos a las dos de la tarde y fuimos a un restaurante muy lindo que hay a dos cuadras. Yo lo miré, él me miró. Me pregunto si quería champaña y yo le dije que no. ¡Cómo vamos a almorzar con alcohol! El me terminó convenciendo. Luego de comer caminamos un poco y al rato nos despedimos hasta mañana. Yo me quedé ilusionada pensando “¡Qué buen tipo y qué lindo que es!, de veras será tan dulce como parece. Los días subsiguientes nos vimos y a las dos semanas me invitó a cenar un viernes, “para poder quedarnos hasta tarde” agregó. Yo me sonrojé pero le dije que sí. Esta vez la invitación fue a su casa, aunque de todos modos pasaría a buscarme. Finalmente llegó el día. Me había comprado un vestido muy sensual, me había arreglado y me estaba poniendo perfume cuando él tocó el timbre. Salí, le dije que cerraba y nos íbamos. Subí a su auto llegamos a su casa y bajamos. Al entrar vi una mesa cuidadosamente preparada. Me obligó a sentarme sin que lo pudiese ayudar en nada. Y a los pocos instantes me sirvió champaña. Dijo: “mientras se termina de hacer la comida vamos tomando algo”. La luz era tenue, apenas iluminado por velas. Un centro de mesa con flores recién cortadas le daban un aroma particular al lugar. Me sirvió una copa más, se sirvió una él y dejó la botella envuelta en una servilleta dentro del balde. Ninguno había tocado la comida y ya nuestras miradas no se pudieron separar. El dejó su copa en la mesa. Me acarició los hombros. Me rozó la cara y con sus fuertes brazos me rodeó. No me pude resistir y me acerqué a él. Me dejé llevar por sus caricias y terminamos amándonos locamente. Amanecimos juntos. A los pocos días nos volvimos a ver y la noche terminó igual. Era un amante excelente de esos con los que existe una conexión única. A veces estaba por decirle que lo amaba, pero no quería apurar las cosas. La situación parecía peor de lo que era, nos amábamos locamente y casi ni nos conocíamos. Pero sólo con mirarnos sabíamos qué quería uno del otro, como si fuéramos viejos amigos. Pasaron semanas y meses y la relación fue creciendo. Cada vez nos entendíamos más y nos llevábamos muy bien compartiendo tardes, noches, amigos. Yo estaba realmente enamorada. Un buen día vino a casa con un ramo de rosas blancas (él sabía que a mí me gustaban) y un estuche rojo de pana. No pude contener la emoción, ¡me lo dijo! De la felicidad no podía hablar, estaba atónita... ¿Te querés casar conmigo?”
-Disculpame divina, ¿no sabés si tiene para mucho más?- preguntó el hombre hermoso que había entrado.
-Sí. Fue lo único que pude contestar. El hombre entonces agregó: “No, te pregunto porque tengo que a Mauri -mi pareja- esperando en doble fila y me va matar! Dejá, cualquier cosa decile que le dejo un beso y lo llamó después.”

Al dejar él la oficina entró un hombre de unos sesenta y tantos años, que bien podría ser mi abuelo. Para completarla me saludó diciendo: “Buen día hija. Yo soy el nuevo empleado.” Se sentó en el mismo lugar y miraba de un lado al otro como husmeando. Cuando vi que él volteaba, lo miré, pero esta vez preferí dejar de imaginar imposibles.

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