viernes, 21 de marzo de 2008

Acá no está lo que buscás



Y lo sabés. Pero seguís insistiéndo. Seguramente esperás que “alguien” (la Musa inspiradora, Houdini reencarnado en Copperfield o alguna fuerza extra terrestre llene tu heladera con ESO que sabés que nunca podría estar ahí dentro.


Qué será lo que nos lleva a abrir esa puerta cada vez que buscamos “algo”. Allí jamás reposarán las respuestas a: ¿qué debo hacer? ¿se lo digo? ¿me querrá? o ¿estará bien si …? Y mucho menos las existencialistas como ¿quién soy? ¿cuál es mi función en este mundo? ¿ese postre estará vencido?


Realmente lo que nos une a este artefacto es tan curioso, casi magnífico, sublime, mágico, magnético, hasta extra sensorial diría, pero sobretodo inexplicable. Muchos aseguran que la sola apertura de esta puerta nos hace reflexionar, nos llama a la introspección y nos vuelve autocríticos. Estos mismos científicos confieren a este electrodoméstico tal efectividad, que a los pocos segundos de realizar este perseverante acto, nuestra mente logra “recordar” aquello que andaba buscando.


Nuestra humilde reflexión personal luego de este exhaustivo análisis concluye en que cada heladera es artífice de nuestro destino. Y como tal, debemos elegirla minuciosamente. Ya que una de origen chino podría “inducirnos” a tomar clases de origami, mientras que una No Frost podría colaborar a mantener viva la llama del amor. De este modo, la única certeza entonces será asegurarse una buena “pitonisa”, un oráculo que mediante “apariciones o desapariciones” nos propicie un presente o futuro rejuvenecedor, gracias a la criogenia.

Nunca te des vuelta en el adiós




Caminé dos pasos y sentí su mirada clavada en mi nuca. Me di vuelta, la miré, me miró, creí, se rió. No tenía ni un diente, igual… yo no la quería para comer turrones. En ese instante me desperté bruscamente dando vueltas en mi cama completamente transpirado. Esa pesadilla había sido horrible. Era imposible que Eugenia, alias la chica de mis sueños, alias la más hermosa que había visto jamás, no tuviera… no… no era posible. Ese final debía ser una mala pasada de mi inconsciente.


Eugenia era una compañera de la facultad con la que cursaba Psicoanálisis I y desde que empezamos a leer a Freud, no podía dejar de soñar con ella. Esto me empezaba a preocupar porque temía que ella se volviera una obsesión.


Esa tarde justo la vi y algo pasó en mi interior. No se bien definir qué, sólo podría decir que gracias a ello me animé a pedirle unos apuntes. Me dijo que me los prestaba siempre y cuando se los devolviera en unos pocos días, porque justo iba a empezar a preparar esa misma materia. Feliz por lograr un primer contacto con ella, me fui a casa muy contento, leí sus apuntes, los fotocopié y me prometí alcanzárselos en la siguiente clase. Llegado el día busqué desesperadamente aquellas hojas sin suerte. No sabía cómo disculparme, así que le propuse llevárselos a su casa por la noche si le parecía bien y por suerte, así fue.


Llegué a su casa, toqué timbre y esperé. Estaba muy nervioso, ansioso, qué se yo. Cuando abrió la puerta sentí que el corazón se me salía de la garganta y encima ella podía escucharlo. Pasé, tomé asiento y me invitó unos mates. No podía creer lo que estaba sucediendo. Casi sin darme cuenta nos quedamos horas hablando de nuestras vidas. Me contó que vivía sola porque su amiga se había casado hace unos meses y que a pesar de extrañarla, poco a poco se acostumbraba a la soledad. Luego de tanta charla, me levanté tímidamente, tomé mis cosas y le dije que mejor la dejaba estudiar. Me acompañó hasta la puerta, siguió la charla y antes de despedirnos del todo, me dejé llevar por un impulso y la invité a salir. Sus labios no se movieron. Por un instante creí que se había molestado, pero enseguida respondió que sí animosamente. ¡No cabía en mi asombro! De mis sueños a la realidad en apenas unas semanas. De camino para casa su “Bueno te espero” se repetía una y otra vez en mi mente.


Llegó el gran día y ahí me encontré frente a su puerta. Ella estaba espléndida. Más hermosa que nunca. Fuimos a cenar a uno de esos lugares formales donde la luz es tenue y los platos además de exquisitos, minúsculos. Después del postre le propuse ir a bailar y así fue cómo entre copa y copa, en otro ambiente oscuro nos seguimos mirando fijamente a los ojos, como esperando algo más.


Se hizo tarde, ella sugirió volver y obviamente la llevé hasta su casa. La acompañé hasta la puerta, la despedí con un tierno beso y giré. Caminé dos pasos y sentí su mirada clavada en mi nuca. Me di vuelta, la miré, me miró, me reí, se rió. No tenía ni un diente, igual… yo no la quería para comer turrones.

domingo, 2 de marzo de 2008

Una mirada eternamente repetida

Y me dije: “Lo mejor que puedo hacer para encontrarla esperarla en la puerta de la casa, como hacen los investigadores privados.” Y ahí me encontraba, frente a su agujero negro de tierra, prolijamente tapado por unas ramitas que camuflaban la entrada. El día se estaba pasando, las horas corrían, llegaría tarde al trabajo. Pero ese minúsculo insecto no me ganaría. Al fin y al cabo sólo quería averiguar un poco más acerca de su comportamiento. ¡Qué le costaba salir! ¡¿Acaso era una estrella de Rock para tenerme ahí plantado?!

No le saque la vista de encima en toda la tarde. Apenas parpadeaba. Y creo que hasta lo hacía de a un ojo a la vez para no perderla de vista. Miré tan fijamente ese hueco que en un momento empecé a percibir que se agrandaba. Crecía y crecía cada vez más. Me asusté y traté de alejarme para no caer, pero fue en vano. Él fue más rápido que yo. La profundidad era increíble. Sólo sentía como mi cuerpo cortaba el viento y pensaba en el dolor del impacto que no llegaba nunca. Cerraba los ojos y me contraía para amortiguar el golpe. Pero increíblemente fui atrapado por unas cuatro manos (o patas, no sé) que me tomaron muy amablemente, casi con cariño. Marcaron algo en mi rostro, y me ubicaron a un lado. No sentía dolor, sólo un hormigueo que viajaba por mis piernas. Luego de permanecer un tiempo allí, noté que me encontraba en una especie de nursery, donde la hormiga reina (como la llamé) dividía a sus hijos en dos clases sociales: obreras y recolectoras. Las obreras se encargaban de limpiar, reparar, hacer túneles y proteger el hormiguero. Nosotros, en cambio, salíamos a buscar materiales y alimento para toda la colonia. Para ser verdaderamente recolectores éramos adoctrinados durante toda la niñez.


Fue una suerte pertenecer a este grupo, sino jamás hubiese vuelto a ver el sol. Mis compañeros dicen que, para esta tarea, se escogen los de mejores condiciones. Aunque también, a lo largo de la capacitación, se hace hincapié en lo fundamental de la hormiga recolectora: la fuerza. Sí, pero no sólo desde la parte física sino además desde lo espiritual. Porque una recolectora debe ser mucho más que perseverante y luchadora incansable. Debe enfrentar todo tipo de riesgo, y salir airosa de cualquier situación, con su objetivo cumplido. Además debe ser osada y tener muy buen sentido de orientación. Así por lo menos nos instruía un viejo soldado.


El tiempo pasó, y crecimos (bah, crecieron). Y al terminar el reclutamiento tuvimos nuestra primera experiencia de campo, como llamaban a la primer salida. De todos modos, fue bastante limitada, porque teníamos un perímetro de acción de treinta cuerpos alrededor de la puerta. Estábamos muy contentos, por fin íbamos a hacer realidad tantas teorías. El clima era perfecto. Todos tirábamos para un mismo lado. Un solo equipo salía a la cancha con un mismo fin. Y no podíamos volver hasta conseguirlo. Al estar tan apretados mientras buscábamos ramas, hojas, frutas y piedras nos cruzábamos y ayudábamos mucho más de lo que yo pensaba. Estuvo muy divertido.


Hubo muchas salidas más, pero yo recuerdo una en especial. Una tarde, a mi mejor amigo se le había ocurrido llevar una larga y pesada rama para construir un puente. Fui a ayudarlo porque apenas podía girarla entre el pasto y la tierra. Como estaba atascada entre unas raíces, intentamos girarla hacia un costado para luego cargarla en nuestros hombros y hacerla entrar por la cueva. Tiré con tanta fuerza de un gajo que lo corte y caí boca arriba en el pasto. Cuando reaccioné y volví a mi misión, me sorprendieron dos enormes ojos que me miraban fijamente. Esos colosales ojos, esa inmensa boca, toda esa semejante cara que acompañaba a tan inconmensurable cuerpo era... era yo. Era yo observando el comportamiento de las hormigas. Mi gesto era para una foto. ¡Qué terrible cara de estúpido! Estaba tan ensimismado mirando, que parecía bizco. Sí, era yo estupefacto ante la tenacidad de las hormigas frente a las dificultades. Por un momento, creo que yo también lo miré (bah, me miré) a los ojos. Ahí pude oír su voz (que también sería la mía) haciéndose eco de su pensamiento: “¡Qué perseverancia! ¿Les darán un proporcional de comida según lo que llevan? ¿O serán competitivas como nosotros? Tal vez hoy trabajan el doble como los japoneses para protestar porque les pagan poco. ¿Harán huelgas? ¿Quemarán cubiertas? No, quizás porque no tienen o porque no consiguen fuego...”


Mientras yo escuchaba semejantes disparates sentía vergüenza ajena (bah, propia) y hasta me sonrojé pensando que podrían escucharlo mis amigos; mi gran Yo tomó con su desmesurado dedo una ramita y la puso en mi camino como invitándome a subir. Yo, no podía quebrantar la primer ley de las hormigas recolectoras: debía enfrentar la situación adversa y subí.


Un gran envión me alzó tan bruscamente por los aires que tuve que aferrarme firmemente a la rama para no trastabillar y caer. En ese instante pude reflejarme en sus ojos y supongo que él también en los míos. Sentí cómo una mirada eternamente repetida nos dejaba atónitos por unos segundos. De repente, un torpe y repetido movimiento de su dedo me dijo que nos estábamos alejando de la colonia. Lo miré. Miré cómo la colonia se perdía en la inmensidad del parque. A la vez que cientos de imagenes cruzaban mi mente. Definitivamente no quería abandonar la colonia, así que volví a mirarlo y me arrojé al vacío.


Esta caída apenas duró un instante. Desperté con mi cara pegada a la tierra y a unos pocos centímetros del agujero que vigilaba. ¿Todo había sido un sueño? ¡No! Otra vez el hueco comenzaba a agrandarse sin darme tiempo a reaccionar. Caí nuevamente en ese agujero que parecía no tener fin. Una vez más me atajó la reina, me hizo otras marcas y me dejó a un lado. Fue entonces que comencé a sentir aquel hormigueo que si bien antes dominaba mis piernas, ahora adormecía todo mi cuerpo.


sábado, 1 de marzo de 2008

Intentando hacer Haikus


1.
Aquí, donde existió un teatro, ahora es todo calle.

¿Será tal vez que hoy toda calle es un teatro?

2.
Definitivamente vivimos en un mundo absurdo.
Mientras miles de personas mueren por escapar del hambre,
otras miles lo hacen por entrar en la talla 36.

3.
¿Otra vez abriendo la heladera?
Ya te he dicho más de mil veces que ahí no está lo que buscas.
Ni en el lavarropas, ni en la despensa.
La respuesta a tu pregunta es tan difícil de encontrar
porque está dentro de ti.

4.
Extrañar aquí cuando se está allá y viceversa.
Vivir disconforme en cada orilla, y a la vez,
sentirse feliz en ambos lados.
Ser ciudadano del mundo y de ningún sitio.
Esta es la realidad de los cuerpos partidos.

El país de Alicia

Alicia en el país que le dejan. Lejos de ser una maravilla, es un lugar donde conviven la igualdad y la diferencia, la vanguardia y la mediocridad, la luz y la oscuridad, la felicidad a veces y la incertidumbre de siempre. Dentro de esta amalgama de grises ella busca hacerse un lugar. Un refugio para la ilusión. Donde el pensamiento es esencial. Donde la imaginación es obligatoria. Donde la creatividad es un mandatorio. Donde la reflexión alimenta del alma. Donde la palabra es un valor. Y sobretodo la persona es humana. Hazte ciudadano del país de las maravillas simplemente deseándolo.


Texto presentado para el Concurso de Cuentos breves organizado por la Agencia Alicia de Barcelona. Debía comenzar con Alicia y tener de exactamente 100 palabras.