miércoles, 8 de abril de 2009

El sol y la luna



Era una lluviosa tarde de abril cuando ella huía por la puerta principal del café de siempre, llevándose por delante al mozo, tres cafés con leche y dos tostados. Y aunque todas las miradas curiosas se clavaron en mi sien; la mía se fue tras ella, viendo cómo su figura se perdía entre las gotas de lluvia que decoraban los cristales. Luego de largos minutos, tras comprobar que no volvería, a pesar de que se había olvidado el paraguas, tomé la primer servilleta del montón y escribí “La convivencia de la oscuridad y la luz”.

Ese sería el principio de la historia a la que que ella acababa de ponerle punto y aparte. O por lo menos eso trataba de escribir mientras el lado oscuro sobre su silla me recordaba todo lo que vivimos juntos. Tantas veces había empezado y terminado nuestra historia que interpretaba sus portazos más como giratorias de banco que herméticas de caja fuerte. Es que, esta relación es una y muchas. Porque no se cómo, pero logramos vivir de ratos cada uno su vida y paralelamente, cruzarnos y enmarañarnos periódica pero sistemáticamente. Como si nuestras vidas estuvieran conectadas por vaya uno a saber qué mística, magia o fuerza mayor.

En ese instante por ejemplo, no podía dejar de imaginarla sentada frente a mi, mareando su cucharita dentro del café, mirándome sin decir una palabra y diciéndolo todo. Mirándome con ojos vidriosos y fortaleciendo al nudo en la garganta que ahora me incita a dejar de escribir para secarme las lágrimas. Es que desde que nos conocimos, vivimos tantas cosas juntos. Intercaladas o en cuotas como dice ella. Pero tan intensas.

La primera fue la más especial como todos los estrenos. Todo era nuevo: nosotros, lo que nos quemaba en el pecho, la ciudad, ese no poder despegarse el uno del otro. Fue tan espontáneo, tan inocente y tan tierno que me estremezco al recordarlo. Igual como todo lo bueno duró poco. Al terminar la semana cada uno debía volver a su vida de todos los días.

Y pasaron los meses, las llamadas, algunas cartas, muchas promesas y muchas palabras más para aliviar la espera. A fin del año habíamos conseguido ganarle al destino dos o tres brevísimos encuentros. Así y todo el final estaba escrito: -Mejor no nos vemos más.- dije yo. Ella, sin entender y sin querer entender, camufló sus lágrimas haciéndose la fuerte, mientras en realidad se deshacía por dentro.

Años después, luego de infinitos comentarios, de idas y venidas de amigos, de viajes sin avisar y cartas no enviadas, ella reapareció. Dispuesta a llevarse el mundo por delante, fiel discípula del “decir lo que sentís y hacer lo que pensás” me abrió de par en par su alma. Y así, nos volvió a hervir la sangre, los recuerdos a las mentes y aquellas ganas postergadas que harían de todo para juntarnos. La excusa fue un café, luego unos minutos en el parque, más adelante un abrazo y finalmente uno de los besos más dulces que me dieron en la vida. Ambos sabíamos que eso era todo lo que podía ocurrir. El silbato de las tres marcaría un nuevo exilio y ya hartos de pelear contra los molinos de viento habíamos pactado aceptar esta regla de juego.

Así fue como Dios, la vida, el destino o un juego de mesa con el que se entretienen estos tres, nos llevó a ambos por caminos remotos. Una y otra vez nos acercamos y alejamos como el mar de la costa que nos unió la primera vez. Pero esa historia así... no era humana. Era cruel. No alcanzar a olvidar para volver a recordar, a sentir, a ilusionarse y finalmente, sufrir amargamente hasta que a alguno de los tres jugadores se les cayera el dado o perdiera el turno, y así tal vez poder burlar su esquema para vernos.

El bar estaba cerrando y el mozo refunfuñaba mientras me traía el octavo cortado que había pedido con el único fin de recibir más servilletas. Su paraguas seguía ahí, único testigo de lo que escribía, a punto de convertirse en rehén o trofeo de una batalla con final tan confuso como esta historia.

Terminado el último el café. Junté mis cosas, su paraguas y me di ánimos para salir a caminar bajo la lluvia. Una idea que no escribí me rondaba en la cabeza. ¿Y si somos como dos astros que por su naturaleza se atraen y y a la vez, por razones que aún la ciencia desconoce, se repelen? - me pregunté. De ser así, tendría lógica pensar que el mismo magnetismo que nos une testarudamente, es quien nos separa despiadadamente, haciéndonos jurar sin manos ni testamentos, que nos encontraremos una y otra vez. Más allá de la distancia, los sucesos o el tiempo.

Después de darle muchas vueltas al asunto y de llegar empapado a ninguna parte, concluí que todo lo que nos une es un universo perfecto, que esas idas y venidas se llaman eclipses, y que lo que nos aparta y acerca son las diversas órbitas, la tierra o los años luz. Pero ella no lo vio así cuando le hice una propuesta mientras mareaba a su cucharita en el café:
-
Si vos sos Luna, yo soy Sol- dije sonriendo con ilusión. Pero definitivamente este amor es de otra galaxia.

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