domingo, 2 de marzo de 2008

Una mirada eternamente repetida

Y me dije: “Lo mejor que puedo hacer para encontrarla esperarla en la puerta de la casa, como hacen los investigadores privados.” Y ahí me encontraba, frente a su agujero negro de tierra, prolijamente tapado por unas ramitas que camuflaban la entrada. El día se estaba pasando, las horas corrían, llegaría tarde al trabajo. Pero ese minúsculo insecto no me ganaría. Al fin y al cabo sólo quería averiguar un poco más acerca de su comportamiento. ¡Qué le costaba salir! ¡¿Acaso era una estrella de Rock para tenerme ahí plantado?!

No le saque la vista de encima en toda la tarde. Apenas parpadeaba. Y creo que hasta lo hacía de a un ojo a la vez para no perderla de vista. Miré tan fijamente ese hueco que en un momento empecé a percibir que se agrandaba. Crecía y crecía cada vez más. Me asusté y traté de alejarme para no caer, pero fue en vano. Él fue más rápido que yo. La profundidad era increíble. Sólo sentía como mi cuerpo cortaba el viento y pensaba en el dolor del impacto que no llegaba nunca. Cerraba los ojos y me contraía para amortiguar el golpe. Pero increíblemente fui atrapado por unas cuatro manos (o patas, no sé) que me tomaron muy amablemente, casi con cariño. Marcaron algo en mi rostro, y me ubicaron a un lado. No sentía dolor, sólo un hormigueo que viajaba por mis piernas. Luego de permanecer un tiempo allí, noté que me encontraba en una especie de nursery, donde la hormiga reina (como la llamé) dividía a sus hijos en dos clases sociales: obreras y recolectoras. Las obreras se encargaban de limpiar, reparar, hacer túneles y proteger el hormiguero. Nosotros, en cambio, salíamos a buscar materiales y alimento para toda la colonia. Para ser verdaderamente recolectores éramos adoctrinados durante toda la niñez.


Fue una suerte pertenecer a este grupo, sino jamás hubiese vuelto a ver el sol. Mis compañeros dicen que, para esta tarea, se escogen los de mejores condiciones. Aunque también, a lo largo de la capacitación, se hace hincapié en lo fundamental de la hormiga recolectora: la fuerza. Sí, pero no sólo desde la parte física sino además desde lo espiritual. Porque una recolectora debe ser mucho más que perseverante y luchadora incansable. Debe enfrentar todo tipo de riesgo, y salir airosa de cualquier situación, con su objetivo cumplido. Además debe ser osada y tener muy buen sentido de orientación. Así por lo menos nos instruía un viejo soldado.


El tiempo pasó, y crecimos (bah, crecieron). Y al terminar el reclutamiento tuvimos nuestra primera experiencia de campo, como llamaban a la primer salida. De todos modos, fue bastante limitada, porque teníamos un perímetro de acción de treinta cuerpos alrededor de la puerta. Estábamos muy contentos, por fin íbamos a hacer realidad tantas teorías. El clima era perfecto. Todos tirábamos para un mismo lado. Un solo equipo salía a la cancha con un mismo fin. Y no podíamos volver hasta conseguirlo. Al estar tan apretados mientras buscábamos ramas, hojas, frutas y piedras nos cruzábamos y ayudábamos mucho más de lo que yo pensaba. Estuvo muy divertido.


Hubo muchas salidas más, pero yo recuerdo una en especial. Una tarde, a mi mejor amigo se le había ocurrido llevar una larga y pesada rama para construir un puente. Fui a ayudarlo porque apenas podía girarla entre el pasto y la tierra. Como estaba atascada entre unas raíces, intentamos girarla hacia un costado para luego cargarla en nuestros hombros y hacerla entrar por la cueva. Tiré con tanta fuerza de un gajo que lo corte y caí boca arriba en el pasto. Cuando reaccioné y volví a mi misión, me sorprendieron dos enormes ojos que me miraban fijamente. Esos colosales ojos, esa inmensa boca, toda esa semejante cara que acompañaba a tan inconmensurable cuerpo era... era yo. Era yo observando el comportamiento de las hormigas. Mi gesto era para una foto. ¡Qué terrible cara de estúpido! Estaba tan ensimismado mirando, que parecía bizco. Sí, era yo estupefacto ante la tenacidad de las hormigas frente a las dificultades. Por un momento, creo que yo también lo miré (bah, me miré) a los ojos. Ahí pude oír su voz (que también sería la mía) haciéndose eco de su pensamiento: “¡Qué perseverancia! ¿Les darán un proporcional de comida según lo que llevan? ¿O serán competitivas como nosotros? Tal vez hoy trabajan el doble como los japoneses para protestar porque les pagan poco. ¿Harán huelgas? ¿Quemarán cubiertas? No, quizás porque no tienen o porque no consiguen fuego...”


Mientras yo escuchaba semejantes disparates sentía vergüenza ajena (bah, propia) y hasta me sonrojé pensando que podrían escucharlo mis amigos; mi gran Yo tomó con su desmesurado dedo una ramita y la puso en mi camino como invitándome a subir. Yo, no podía quebrantar la primer ley de las hormigas recolectoras: debía enfrentar la situación adversa y subí.


Un gran envión me alzó tan bruscamente por los aires que tuve que aferrarme firmemente a la rama para no trastabillar y caer. En ese instante pude reflejarme en sus ojos y supongo que él también en los míos. Sentí cómo una mirada eternamente repetida nos dejaba atónitos por unos segundos. De repente, un torpe y repetido movimiento de su dedo me dijo que nos estábamos alejando de la colonia. Lo miré. Miré cómo la colonia se perdía en la inmensidad del parque. A la vez que cientos de imagenes cruzaban mi mente. Definitivamente no quería abandonar la colonia, así que volví a mirarlo y me arrojé al vacío.


Esta caída apenas duró un instante. Desperté con mi cara pegada a la tierra y a unos pocos centímetros del agujero que vigilaba. ¿Todo había sido un sueño? ¡No! Otra vez el hueco comenzaba a agrandarse sin darme tiempo a reaccionar. Caí nuevamente en ese agujero que parecía no tener fin. Una vez más me atajó la reina, me hizo otras marcas y me dejó a un lado. Fue entonces que comencé a sentir aquel hormigueo que si bien antes dominaba mis piernas, ahora adormecía todo mi cuerpo.


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